HÉROES DEL CONCILIO DE TRENTO
DIEGO LAÍNEZ S.J.
El 26 de octubre de 1546 es uno de los días más altos de la Historia de España y de la Iglesia Católica en su aspecto espiritual. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas, pronunció en el Concilio de Trento su discurso sobre la "Justificación".Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a la que subsiste en los países nórdicos; donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman, "dagoes", palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.
Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la "Justificación", propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios, que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sola y que la fe es un libre don de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: "¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente?"
Ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió ante la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa:
Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea". A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: "Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio". Pero al tercero de los aspirantes a la joya le dice: "¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma".
La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.
La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fue aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura, palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen los asistentes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación...
Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martíns ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad; de haber prevalecido otra teoría de la Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades y divisiones que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano
Diego Laínez fue el mayor de los siete hijos de Juan Laínez e Isabel Gómez de León vino al mundo en la localidad Soriana de Almazán en un día para nosotros desconocido de 1512.
Realizó estudios de letras en Sigüenza (1528) y de filosofía en Alcalá de Henares (1528-1532). Habiendo oído hablar del peregrino Iñigo de Loyola, partió hacia París junto con su compañero Alfonso Salmerón, con el deseo de encontrarle.
Allí estudió teología (1532-1536) y, después de haber hecho los ejercicios con Ignacio de Loyola, decidió adherirse al proyecto común de aquel primer grupo de siete “amigos en el Señor” que, en la colina de Montmartre, sellaban con voto su deseo de ir a Tierra Santa para vivir y evangelizar allí perpetuamente.
Tras hacer los Ejercicios Espirituales decide unirse al grupo de “amigos en el Señor” del que nacerá la Compañía de Jesús. En 1537 recibe la ordenación sacerdotal con otros compañeros del grupo.
Al ser imposible cumplir su proyecto de viajar a Tierra Santa ,por la guerra contra el Turco,deciden ponerse a disposición del Papa. Éste encarga a Diego ser profesor de Teología en la Sapienza. Pronto será enviado fuera de Roma para predicar, confesar, dar Ejercicios Espirituales y contrarrestar las ideas luteranas que avanzan por Europa.
El Papa le envía al Concilio de Trento donde ejercerá una importante actividad entre los padres conciliares.La Reforma Luterana vio en Diego Laínez su máximo rival teológico, a la hora de analizar y cuestionar las tesis protestantes sobre la justificación, la gracia y la libertad; el valor de los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, así como el valor del sacerdocio y el Magisterio de la Iglesia Católica, última instancia para la
interpretación correcta de la Sangra Escritura, que junto con la Tradición, constituyen las normas supremas del Credo. En las interrupciones del Concilio ,Laínez no cesa en su actividad por diversos territorios, contribuyendo a la necesaria reforma de la Iglesia. En el año 1552 Ignacio lo nombra Provincial de Italia. Además, Laínez no abandona su tarea intelectual y sigue escribiendo sobre cuestiones que preocupan a la Iglesia y a la sociedad de su tiempo.
En 1556 muere Ignacio y Laínez es nombrado Vicario General de la Compañía, hasta que en 1558 la primera congregación general le elige segundo General de los jesuitas.
Laínez tiene el reto de continuar la obra que Ignacio había comenzado y toma el testigo con decisión y valentía manteniendo el carisma ignaciano. Entre otras muchas actividades impulsa los centros educativos y apoya con fuerza la labor de la Compañía en tierras de misión.
Siendo General es llamado a participar al lado del Legado Pontificio en el Coloquio de Poissy ante la delicada situación de la Iglesia en Francia y también asiste al último periodo del Concilio. A su vuelta a Roma Diego Laínez está exhausto y en esta ciudad muere en 1565. Para entonces la Compañía tiene ya dieciocho provincias agrupadas en cuatros asistencias y unos tres mil miembros distribuidos por el mundo.
A fines del siglo xix, sus textos fueron reunidos en dos colectáneas: Disputationes tridentinae y Disputationes variae ad Concilium Tridentinun spectantes, Oeniponte.
Fuentes:
Página de Hispanidad , Ramiro de Maeztu
espiritualidadignaciana.org
mercaba.org
Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la "Justificación", propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios, que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sola y que la fe es un libre don de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: "¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente?"
Ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió ante la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa:
Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea". A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: "Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio". Pero al tercero de los aspirantes a la joya le dice: "¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma".
La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.
La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fue aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura, palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen los asistentes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación...
Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martíns ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad; de haber prevalecido otra teoría de la Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades y divisiones que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano
Diego Laínez fue el mayor de los siete hijos de Juan Laínez e Isabel Gómez de León vino al mundo en la localidad Soriana de Almazán en un día para nosotros desconocido de 1512.
Realizó estudios de letras en Sigüenza (1528) y de filosofía en Alcalá de Henares (1528-1532). Habiendo oído hablar del peregrino Iñigo de Loyola, partió hacia París junto con su compañero Alfonso Salmerón, con el deseo de encontrarle.
Allí estudió teología (1532-1536) y, después de haber hecho los ejercicios con Ignacio de Loyola, decidió adherirse al proyecto común de aquel primer grupo de siete “amigos en el Señor” que, en la colina de Montmartre, sellaban con voto su deseo de ir a Tierra Santa para vivir y evangelizar allí perpetuamente.
Tras hacer los Ejercicios Espirituales decide unirse al grupo de “amigos en el Señor” del que nacerá la Compañía de Jesús. En 1537 recibe la ordenación sacerdotal con otros compañeros del grupo.
Al ser imposible cumplir su proyecto de viajar a Tierra Santa ,por la guerra contra el Turco,deciden ponerse a disposición del Papa. Éste encarga a Diego ser profesor de Teología en la Sapienza. Pronto será enviado fuera de Roma para predicar, confesar, dar Ejercicios Espirituales y contrarrestar las ideas luteranas que avanzan por Europa.
El Papa le envía al Concilio de Trento donde ejercerá una importante actividad entre los padres conciliares.La Reforma Luterana vio en Diego Laínez su máximo rival teológico, a la hora de analizar y cuestionar las tesis protestantes sobre la justificación, la gracia y la libertad; el valor de los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, así como el valor del sacerdocio y el Magisterio de la Iglesia Católica, última instancia para la
interpretación correcta de la Sangra Escritura, que junto con la Tradición, constituyen las normas supremas del Credo. En las interrupciones del Concilio ,Laínez no cesa en su actividad por diversos territorios, contribuyendo a la necesaria reforma de la Iglesia. En el año 1552 Ignacio lo nombra Provincial de Italia. Además, Laínez no abandona su tarea intelectual y sigue escribiendo sobre cuestiones que preocupan a la Iglesia y a la sociedad de su tiempo.
En 1556 muere Ignacio y Laínez es nombrado Vicario General de la Compañía, hasta que en 1558 la primera congregación general le elige segundo General de los jesuitas.
Laínez tiene el reto de continuar la obra que Ignacio había comenzado y toma el testigo con decisión y valentía manteniendo el carisma ignaciano. Entre otras muchas actividades impulsa los centros educativos y apoya con fuerza la labor de la Compañía en tierras de misión.
Siendo General es llamado a participar al lado del Legado Pontificio en el Coloquio de Poissy ante la delicada situación de la Iglesia en Francia y también asiste al último periodo del Concilio. A su vuelta a Roma Diego Laínez está exhausto y en esta ciudad muere en 1565. Para entonces la Compañía tiene ya dieciocho provincias agrupadas en cuatros asistencias y unos tres mil miembros distribuidos por el mundo.
A fines del siglo xix, sus textos fueron reunidos en dos colectáneas: Disputationes tridentinae y Disputationes variae ad Concilium Tridentinun spectantes, Oeniponte.
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